jueves, 3 de julio de 2025

Desde el río hasta el campus de Yina Marcela Taborda Navarro

 Pensaba, como muchas veces oí decir a mis abuelos, que el río Cauca habla… y tiene historia. Nací y crecí oyendo esas voces. En Caucasia, se aprende a entender el mundo por la oralidad, a sentir con el sol ardiente, a vibrar con el agua y a vivir con sus ritmos. Crecí entre dos mundos culturales: la gran llanura cordobesa y las montañas de Antioquia.

Miré mi entorno y tomé aire profundo mientras cerraba las maletas. En ellas llevaba sueños e ilusiones que crecían con el tiempo. Vi miedo, orgullo y amor en los ojos de mi madre. La entendí, tenía 17 años y me iba a una ciudad desconocida, a enfrentar un reto personal y académico.

Sentí un temblor en las piernas al subir al bus que me llevaría directo a Medellín. Tenía miedo, pero también expectativas. Me senté junto a la ventana para grabar en mi mente todo lo que dejaba atrás: el calor, las casas de techo de zinc, la música y las personas sentadas bajo los árboles resguardándose del sol.

Dormí. Siete horas después desperté. Ya no sentía calor. La tierra plana desapareció y a mi alrededor había montañas verdes, agua y casas de concreto.

—¡Terminal del Norte! —gritó el chofer.

Bajé arrastrando las maletas y mostré un papel con la dirección de mi nuevo hogar. El taxista sonrió:

—¡Queda cerca! Vamos.

Llegué a casa de doña Gloria, conocida de mi familia. Mujer mayor, rostro serio y muchas imágenes religiosas que adornaban su casa. 

—¿Eres hija de Nidian? Igualita a tu mamá —me saludó.

Esa noche dormí temprano, al día siguiente sería mi primer día en la universidad. Doña Gloria me explicaba y yo escuchaba atenta:

—Tomas el bus 286. Debes estar atenta al Puente Punto Cero. Lo reconocerás por una plomada gigante.

Subí al bus con el corazón en la garganta. La plomada apareció brillante sobre el puente, como una bienvenida. Me bajé y seguí a un grupo de jóvenes con mochilas y papeles, supuse que iban a la inducción.

—¿Eres nueva? —me preguntó una chica con gafas.

—Sí, vengo de Caucasia —respondí tímida.

—¡Qué bacano! Yo soy de Pasto. Ven, busco el bloque 12.

La entrada al campus parecía otro mundo: árboles enormes, grupos en el pasto, colores en los muros, puestos con libros usados. Todo era nuevo, pero no amenazante. Durante la inducción alguien habló de “la universidad como un hogar”. Conocí personas de Tumaco, Leticia, Quibdó… Gente con acentos distintos y similares historias. Ese día descubrí que la universidad no era solo un lugar para estudiar. Era un refugio, un espacio donde nadie preguntaba de qué barrio eras, donde podía ser yo con toda mi historia.

Los días pasaron, llegaron abrazos, risas, noches de estudio compartidas. Aprendí que el conocimiento no está solo en los libros, sino en las historias que compartimos en cafeterías, descansos y marchas.

Una tarde, caminando hacia clase, sentí algo distinto: el viento entre árboles, las voces de estudiantes. Supe que ese lugar, tan distinto a mi tierra, ya no me era ajeno. Medellín ya no era fría. La universidad me había arropado…

miércoles, 2 de julio de 2025

Lagrimas de un país en decadencia de Juan Sebastián Hernández Barrera

 Mamá siempre solía decir que en un país donde te cortaban la lengua por hablar era mejor ser mudo. Decir lo que pensaba para este país era firmar una condena de muerte. Tío paco lo hizo y vi como desde nuestra finca lo sacaron de pies y manos llevándolo al monte. En el velorio de tío paco me prometí defender lo que algún día él quiso hacer, cuidar de la tierra, de la cosecha y sobre todo de mi familia. Yo era mudo; mudo no porque naciera así, sino porque tenía miedo hablar, miedo cuando cada vez que aquellos iban teníamos que regalar nuestras cosechas, cocinarles, lavarles y ver cómo mis primas lloraban producto de que aquellos seres innombrables tomaban su pureza.

Nadie hacía nada. Pero por el radio se jactaban diciendo cada cuatro años que esta vez la verdadera paz si llegaría. Abuela me enseñó a orar, pues decía que solo Dios podía salvar un país violento y pecador, que no tenía sentido de pertenencia por los que eran suyos.

Así pasé toda mi niñes, inmerso en este salvajismo y fiereza, viendo como en mi escuela se llevaban a mis mejores amigos, porque según ellos ya tenían la edad para botar bala. Se llevaron a Juan, a mi increíble amigo Juan, aquel que me enseñó a cosechar y sembrar semillas, que me enseñó a multiplicar por una cifra y que me mostró la diferencia entre un bambú y una caña. Y yo ahí, no pude hacer nada por él, nadie pudo hacer nada por él, porque teníamos que permanecer mudos.

Mientras estaba ordeñando a Priscila, (mi hermosa vaca), llegaron aquellos. Ordenando en tono abrupto y soez que saliéramos de nuestra propia finca, que aquella ya no nos pertenecía, no me dejaron despedir de Priscila, no me dejaron sacar mi ropa ni mi balón de caucho, golpearon a mi padre y mallugaron a mi madre hasta hacernos ir de aquel lugar que nos pertenecía, la herencia de mi nono se desvaneció.

Recuerdo que pensamos en ir a una finca cercana pero la más cercana estaba a casi dos kilómetros de donde vivíamos. Tenía sed, ya se hacía tarde y caminando sin rumbo vimos una pequeña casita de ladrillos. Allí nos recibió flora una viejita viuda que había perdido a su marido por la misma plaga que nos sacó de nuestro hogar. Flora nos recibió con una taza de aguapanela con queso y se disculpó porque no tenía nada para darnos de comer, pues hacía poco tuvo que donar en contra de su voluntad la poca cosecha que le quedaba.  Los ojos en el rostro de mi padre reflejaban el deseo de no querer dejar atrás aquellos sueños que una vez tuvo y que consiguió, pero que ahora fue despojado de ellos. Los ojos en el rostro de mi padre reflejaban la impotencia de un campesino al perder su único sustento. Los ojos en el rostro de mi madre permanecían quietos, con una mirada perdida, como quien se disocia en sus recuerdos para olvidar lo que ha acontecido. En los ojos de los dos brotaban lágrimas, lágrimas de padres, de viejos campesinos, de personas humildes, de ángeles, de un país en decadencia.

Cocina en luto de Eloísa Valencia Zapata

 

Mi abuela me confesó, cuando yo era más pequeña, que a menudo solía recordar el día que enterraron a Eva, según ella, la tierra olía a raíces desenterradas y culpas viejas, como si algo se estuviera pudriendo muy adentro, un hedor intenso y penetrante que solo ella parecía notar. Cubierta con aquel clasico paño negro, apretaba la tela contra su nariz mientras, expectante, observaba a la caja de madera descender y posteriormente ser sepultada bajo tierra. No lloró. 

Esa misma noche, frente al espejo, observó cada una de sus facciones: La silueta esbelta, el cabello claro, el rostro inocente, la mirada profunda. No había rastro de su madre en ella; era idéntica a Eva. Su abuela. Se preguntó entonces, si además de su aspecto, existiría algo más que la conectara con ella: ¿sería igual? ¿llamaría amor a todas sus atrocidades? ¿se sacrificaría al infierno por otro? Tal vez ella también estaba condenada a amar demasiado. 

Recordó entonces a su propia madre, María, postrada en la cama años atrás, consumiéndose como una vela, con el corazón roto -  El esposo infiel, la otra familia, la deshonra - Eva, en su obsesión por sanarla, había recurrido a métodos que mi abuela, de niña, solo pudo describir como aberrantes. 

Ya entrada la medianoche, tras asegurarse de que nadie en casa quedara despierto, mi abuela se dirigió a la vieja cocina de madera. Guiada únicamente por una por una lámpara de aceite, ubicó el lugar exacto, empuñó la pala con determinación y comenzó a cavar. A cada golpe el pánico la invadía y el mismo hedor penetrante del funeral de Eva empezó a ascender del suelo, ahora acompañado de sonidos y visiones.

 Mi abuela, volvió a tener doce y Eva rezaba en una lengua desconocida mientras, con manos firmes, la obligaba a tomar al niño, fruto de la infidelidad, y sumergirlo junto a ella en un cuenco de agua. La criatura convulsionó hasta quedar inmovil y el terror se reflejó en su rostro. Eva tomó el pequeño cuerpo, lo bañó meticulosamente con una mezcla de ceniza, carbón y especias, lo acostó en una cesta tejida como un ataúd de mimbre, y lo llevó al cuarto de María. Allí, como ofrenda macabra, lo deslizó bajo la cama de su hija enferma. "Para que su dolor se vaya con él", había dicho. 

Un golpe metálico regresó a mi abuela a la realidad y contuvo el aliento cuando verificó que la pala se había estrellado contra algo sólido. Bajo una costra de tierra y envuelta en numerosas mantas de lana yacía la cesta, pequeña y frágil como el caparazón de un insecto muerto. Con una mano temblorosa la apretó contra sí. Esperaría hasta el amanecer para enterrarlo junto a Eva, pues, quizás el símbolo del amor maternal que las condenó a ambas podría ser su misma redención y por fin les traería paz, pensó. 

Sin embargo, cuando la tierra cubrió la cesta por segunda vez, un escalofrío la recorrió: el hedor seguía allí, agrio y dulzón, como si la culpa nunca se pudiera ir del todo.  

Y esa vez, sí lloró.

El viaje de Mariana Jaramillo Zapata

 El sonido del motor del viejo auto nos acompaña en el largo camino. Es estridente, casi agonizante, después de todo ya tiene tiempo, mucho antes de que yo naciera… tal vez incluso antes de que Nati, mi hermana, lo hiciera. A pesar de que mi madre le ha dicho que es hora de cambiarlo, mi padre insiste en que aún funciona perfectamente y repite la cátedra que dicta siempre que le dicen algo al respecto: que el carro no es tan viejo, que le hace el mantenimiento necesario, que las cosas de antes eran más finas que las de ahora y por eso sería un desperdicio cambiarlo y deshacerse de él, etcétera.

Me dedico a observar por la ventana donde las verdes montañas se imponen a nuestro alrededor. Siempre me asombro al verlas, desde lo lejos dan la impresión de que puedo llegar a la cima caminando, incluso en poco tiempo, pero de cerca me doy cuenta lo equivocado que estoy, seguro sería imposible. Luego de un rato el calor que nos acompañó durante todo el viaje se va para abrir paso al frío y la neblina, por lo que agarro la manta en el asiento a mi lado y me cubro un poco. Inesperadamente el carro se detiene. Mi hermana y yo preguntamos de inmediato qué sucede, y papá nos responde que el auto no arranca. Para sorpresa de nadie, mamá tenía razón.

Nati y yo decidimos sentarnos en el piso a contemplar el paisaje mientras los adultos se encargan de la situación. A lo lejos vemos una especie de montaña marrón, pero rápidamente ella me aclara que en realidad no es una montaña, es la Piedra del Peñol. Me cuenta que se cree que es un meteorito que cayó hace muchos años en la Tierra, e incluso podría ser un resto del meteorito que extinguió a los dinosaurios, quién sabe, pero ha existido hace millones de años. También me dice que cuando lleguemos podemos subir unas escaleras y llegar a la cima, desde allí podríamos ver todo el paisaje: el pueblo, las montañas y el embalse con sus islas. Suena increíble.

Luego de un rato mamá nos llama para que volvamos a entrar al auto, todo está arreglado. Como nos atrasamos más de lo esperado nos dice que buscaremos un lugar para desayunar en lo que queda del camino, después de todo solo comimos un par de buñuelos antes de emprender el viaje. Nos dice un par de cosas más pero no logro prestar atención, la idea de subir a la Piedra me emociona, debe ser genial, por lo que el resto del viaje solo puedo pensar en todo lo que visitaremos en cuanto lleguemos.

La muerte de los sueños de Johan Sebastián Escallon Burgos

 

En lo más recóndito del universo, en un lugar alejado y cercano al mismo tiempo, se encontraba una gran familia de sueños, luchaban mucho con su archienemiga la familia Pereza. Los sueños, con sus alas de mariposa y corazones de estrella, volaban en bandadas por el cielo nocturno, mientras la Pereza, con sus ojos pesados y brazos caídos, intentaba atraparlos con redes de tedio y somnolencia.

En esta eterna batalla, un pequeño sueño llamado Hércules se perdió en el laberinto del olvido. Su familia lo buscó por todas partes, pero parecía haberse esfumado como una gota de rocío en el amanecer. Hércules, mientras tanto, vagaba por un desierto de dudas y temores, sin saber cómo regresar a su hogar.

Después de mucho tiempo, Hércules encontró un camino de estrellas que lo llevó de vuelta a su familia. Sin embargo, al llegar, se dio cuenta de que algo había cambiado. Algunos de sus hermanos habían desaparecido, y los que quedaban parecían estar desvaneciéndose como humo en el viento.

Desesperado, Hércules preguntó a sus padres, los Sueños Ancestrales, qué había pasado con sus hermanos. Ellos le respondieron con lágrimas en los ojos que sus hermanos habían cumplido su propósito en la tierra. Les habían sido concedidos a personas que los habían perseguido con pasión y determinación.

Hércules comprendió que los sueños solo mueren cuando se cumplen. Su existencia es efímera, pero su impacto en la vida de las personas es eterno. A medida que entendía esto, la familia de sueños comenzó a esfumarse lentamente, como si fueran parte de un sueño que se desvanece al despertar.

Con un corazón lleno de tristeza y comprensión, Hércules se dio cuenta de que su familia había cumplido su misión. Habían inspirado a personas a perseguir sus metas y lograr sus objetivos. Aunque la familia de sueños se estaba yendo, Hércules sabía que su legado viviría en la tierra, en el corazón de aquellos que habían recibido sus sueños.

Y así, Hércules se convirtió en el último sueño en partir, dejando atrás un universo lleno de historias de personas que habían logrado cumplir sus sueños gracias a la inspiración de su familia. Su partida fue como el último suspiro de un viento que se apaga, dejando el universo un poco más silencioso, pero lleno de la esencia de los sueños cumplidos.

Anuncios de lluvia de Ayda Mile España Jamioy

 

Mis pies ya estaban como mote sin cáscara, bien pelados, suaves y no precisamente agradables como cuando los veía en mi plato. Todo por el agua que se me metió por los rotos de mis botas mientras pasaba por los surcos de maíz del lote de al lado. Estaba pensando en marcharme así sea sin ella, y entonces escuché: —¡Mojinÿe choy!

—¿Hacia dónde, abuela? ¿Qué es lo que miras? —pregunté con pereza. Lo último que quería era detenerme. 

—¡Mojinÿe! —dijo, señalando con su machetico al chihuaco que posaba en lo alto del capulí (Prunus salicifolia). 

—Ya lo vi, ¡qué bonito! ¿Nos vamos ya pa’ la casa?

—Aún no, mouen. Su chillido está avisando que el agua ya viene, ¡ajáa! ahora sí toca joprontan (prepararse). Se acerca el tiempo de lluvia. Hay que llevar buena leña y tener cuidado cerca de las quebradas. El bejay (agua) en estos tiempos viene con harta fuerza de todos lados, porque acá donde vivimos los cabëngas (indígenas) es como una batea.

—Abue, ¿cómo sabes que ese pájaro dice que va a llegar uaftén (lluvia)? 

—Te voy a contar rápido la historia del chihuaco, mijita, pero mientras tanto ayúdame con las chamizas secas para llevar. Luego, en casa, te la cuento más despacio.

Antiguamente, cuando personas y animales se hablaban, sucedió que una hermosa señorita iba a casarse. La madre del joven, que nunca la quiso, se marchó con él unos días antes de la fiesta. Antes de irse, ambos le encargaron a la señorita preparar chicha y mote.

Al volver, el joven llegó con otra mujer y su madre le anunció a la señorita que ya no se uniría a su hijo. Luego vio que los canastos de maíz seguían intactos. Llena de rabia, fue a atacarla, la maltrató muchísimo, le gritó que era una inútil. En fin, le dijo de todo.

Entonces la muchacha, llena de rabia, abrió la puerta del salón: la chicha y el mote estaban servidos en gran cantidad. Empezó a tirarlo todo, y cuando llegó al último barril, chilló como ese pájaro para llamar a toda su familia. Se tiró al barril de chicha a bañarse y, mientras se convertía en pájaro de pico amarillo, plumas negras y patas esbeltas como ella, les dijo: "Como me trataron así, desde ahora pa’ hacer chicha y mote tendrán que usar mucho maíz. Yo les iba a enseñar cómo se podía hacer con solo dos granos, pero no lo merecen". En ese instante, muchos chihuacos llegaron a bañarse en la chicha y a comerse todo el mote y el maíz. Desde entonces, cada que escuches ese chillido, es la tristeza y enojo de la joven. Por eso trae el agua en los mismos tiempos cada año.

La iguana empezó a bajar elegantosa por el palo de mangos, y volví a los números y trazos del profesor, que seguía hablando de precipitación, caudales y escorrentía. En sus líneas, en sus palabras, era lo mismo que escuché en el monte. 

Entonces oí un chillido. 

¿Sería el chihuaco? ¿O la iguana?...

Afuera parece que va a llover.

Aquí dentro también, pero de otras formas.

Ahí, donde era feliz de Anyela Maritza Guerrero Casanova

 

Hoy, al observar la inmensidad del cielo, teniendo el tiempo en un tica tac que cada vez era más lento recordé que en algún momento amaba encontrar figuras en aquellas nubes grandes y esponjosas, y en cómo la vida podía parecer tan hermosa. (Claro... solo tenía 8 años). 

Era feliz; el simple hecho de estar rodeada de naturaleza, aves y ardillas, era mi mundo, ese lugar alejado de todo era mi refugio, era mi esencia donde me permitía sentirme libre y plena. Recuerdo que ahí el tiempo pasaba y rozaba mis mejillas como una brisa de verano.

Solía correr descalza, dejando que mis pies y mi alma se unieran con el corazón de la tierra. Amaba la sensación del pasto húmedo que me conectaba con algo más profundo. Vivir no era complicado, era celebrado, era deseado.

Sentía que podía manipular las estaciones, jugar con el viento y escuchar los árboles hablar en su idioma. En ese entonces, tal vez no lo sabía, pero estaba viviendo una época memorable, inolvidable... que hoy, después de tanto tiempo, regresa a mi memoria inmensurable.

Pero… ¿por qué tuvo que ser así?

En un abrir y cerrar de ojos toda mi vida pasó por mi mente, momentos, amigos, errores, familia, todo resultó ser tan efímero que sin darme cuenta me desperté de aquella hermosa ilusión con la mirada perdida, y fue entonces que volví a la realidad, una realidad más fría.

Qué asustada y arrepentida me sentí al instante, al darme cuenta de que nunca volveré a sentir una emoción así.

sentí como si mi niña interior aún viviese en mi aunque un poco más callada y más lejana.

¿Y cuál era el motivo por el que estaba ahí, tumbada en el pastizal, mirando aquellas hermosas figuras y dejando pasar por mi ser cada imagen de mi vida?

El hecho de que estuviera ahí es porque siempre le pertenecía al viento y a la brisa.

Al entenderlo, solo me quedo aceptar que mi lugar si estaba allá, en ese hermoso rincón donde siempre estarán esas nubes esponjosas. donde todo es más puro, más limpio, más libre. Y que tal vez, al reposar en ellas por la eternidad, pueda en otra vida volver a sentir lo que sentí cuando tenía 8 años... y era feliz.