Pensaba, como muchas veces oí decir a mis abuelos, que el río Cauca habla… y tiene historia. Nací y crecí oyendo esas voces. En Caucasia, se aprende a entender el mundo por la oralidad, a sentir con el sol ardiente, a vibrar con el agua y a vivir con sus ritmos. Crecí entre dos mundos culturales: la gran llanura cordobesa y las montañas de Antioquia.
Miré mi entorno y tomé aire
profundo mientras cerraba las maletas. En ellas llevaba sueños e ilusiones que
crecían con el tiempo. Vi miedo, orgullo y amor en los ojos de mi madre. La
entendí, tenía 17 años y me iba a una ciudad desconocida, a enfrentar un reto
personal y académico.
Sentí un temblor en las piernas
al subir al bus que me llevaría directo a Medellín. Tenía miedo, pero también
expectativas. Me senté junto a la ventana para grabar en mi mente todo lo que
dejaba atrás: el calor, las casas de techo de zinc, la música y las personas
sentadas bajo los árboles resguardándose del sol.
Dormí. Siete horas después
desperté. Ya no sentía calor. La tierra plana desapareció y a mi alrededor
había montañas verdes, agua y casas de concreto.
—¡Terminal del Norte! —gritó el
chofer.
Bajé arrastrando las maletas y
mostré un papel con la dirección de mi nuevo hogar. El taxista sonrió:
—¡Queda cerca! Vamos.
Llegué a casa de doña Gloria,
conocida de mi familia. Mujer mayor, rostro serio y muchas imágenes religiosas
que adornaban su casa.
—¿Eres hija de Nidian? Igualita a
tu mamá —me saludó.
Esa noche dormí temprano, al día
siguiente sería mi primer día en la universidad. Doña Gloria me explicaba y yo
escuchaba atenta:
—Tomas el bus 286. Debes estar atenta al Puente Punto Cero. Lo reconocerás por una plomada gigante.
Subí al bus con el corazón en la
garganta. La plomada apareció brillante sobre el puente, como una bienvenida.
Me bajé y seguí a un grupo de jóvenes con mochilas y papeles, supuse que iban a
la inducción.
—¿Eres nueva? —me preguntó una
chica con gafas.
—Sí, vengo de Caucasia —respondí
tímida.
—¡Qué bacano! Yo soy de Pasto.
Ven, busco el bloque 12.
La entrada al campus parecía otro
mundo: árboles enormes, grupos en el pasto, colores en los muros, puestos con
libros usados. Todo era nuevo, pero no amenazante. Durante la inducción alguien
habló de “la universidad como un hogar”. Conocí personas de Tumaco, Leticia, Quibdó…
Gente con acentos distintos y similares historias. Ese día descubrí que la
universidad no era solo un lugar para estudiar. Era un refugio, un espacio
donde nadie preguntaba de qué barrio eras, donde podía ser yo con toda mi
historia.
Los días pasaron, llegaron
abrazos, risas, noches de estudio compartidas. Aprendí que el conocimiento no
está solo en los libros, sino en las historias que compartimos en cafeterías,
descansos y marchas.
Una tarde, caminando hacia clase,
sentí algo distinto: el viento entre árboles, las voces de estudiantes. Supe
que ese lugar, tan distinto a mi tierra, ya no me era ajeno. Medellín ya no era
fría. La universidad me había arropado…