Un pequeño bote, manejado a punta
de remo, va cruzando lentamente el mar Caribe, que hoy parece dormido. Este
bote lleva de carga a una mujer llamada María y a su hija, Tere, quienes se
toman de la mano mientras observan la luna llena de septiembre iluminando el
camino.
Desembarcan al sur de la isla, en Punta Arena, mientras el sol se despereza.
Tere abre los ojos con sorpresa al sentir la arena cálida y ver peces de miles
de colores nadando junto a sus pies. Al levantar la mirada, queda aún más
sorprendida con la gran pared de árboles y palmeras frente a ella, entre las
que se escuchan los azulejos cantar.
Por el camino apareció la tía Irina, a quien Tere solo conocía por las
historias que contaba su mamá. Llegó sonriendo para saludarlas y darles la
bienvenida con un chocolate caliente, una arepa de huevo y miles de historias
sobre cómo los niños y niñas de la isla se suben a los árboles, nadan con los
peces y hacen muchas preguntas.
Tere sintió una inmensa curiosidad por conocer todos los rincones de la isla.
Empezó a preguntarle a su tía todo lo que se le venía a la cabeza. Sabiendo que
tendría pocas respuestas para su sobrina, Irina les pidió a sus hijos, Diego y
Marleny, que llevaran a Tere a conocer a don Rufino.
Encontraron a don Rufino en los manglares. Era un hombre lleno de canas y con
la piel tostada por el sol. Los saludó con una sonrisa cálida, llena de
sabiduría.
Las historias no se hicieron esperar. Primero, les pidió que observaran unos
peces chiquiticos llamados alevines, nadando entre las raíces enredadas del
mangle, y mientras lo hacían, les contó sobre la magia de los manglares. Allí,
donde el agua salada y dulce forman una mezcla perfecta, los peces más jóvenes
aprenden todo lo necesario para vivir antes de salir al gran océano, y las
garzas se llenan la barriga todos los días.
Se adentraron más en el manglar y empezó a oler a huevo podrido. Todos se
taparon la nariz, excepto don Rufino, quien les dijo que ese olor era evidencia
de miles de años de descomposición de las hojas del mangle negro, rojo, blanco
y zaragoza.
Tere, Diego y Marleny se quedaron pensando que todos los olores que habían
sentido en su vida eran montones de historias invisibles para sus ojos, pero no
para sus narices.
Cuando terminó el recorrido por los manglares, don Rufino los detuvo y les
preguntó:
—¿Dónde más creen que encontrarán una mezcla de vida tan mágica?
—En ningún lado, don Rufino —respondieron.
Entonces les dio un gran consejo.
—Cuando estén viejos, calvos y quemados como yo, esta isla habrá cambiado, como
yo la he visto cambiar. Pero la dirección de esos cambios depende de ustedes y
de los demás habitantes de la isla. Solo imagínense lo triste que debe ser no
poder visitar un manglar para oler a huevo podrido.
Esas palabras quedaron grabadas en la mente de los tres tan profundamente, que
ni siquiera a sus noventa años las olvidaron. Y aunque la isla cambió, como
todo lo vivo cambia, ellos siempre encontraron nuevas formas de cuidarla.
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