miércoles, 2 de julio de 2025

Yo, mangle de Jenny Alejandra Upegui Pajarito

 A mis 10 años, la correa de mi papá se volvió mi mejor amiga. Ella me recordaba lo pésimo estudiante que era y lo perezoso que me volví. Su cercanía me traía aprendizajes y adrenalina, porque el dolor ya no hacía parte del festín. Ella susurraba que quería hacerme un buen hombre y mi taita era el único que luchaba por mí, entonces siempre le creí.

Era jueves, calor de mediodía, caribe colombiano. Salí del colegio con una citación para don Mauricio; le tenían noticias sobre mi excelente rendimiento. Iba a romper ese papel, pero algo me distrajo… una mirada me encontró y sentí que me estaba atravesando el alma. Me tomó por la espalda: piel morena, rizos quebrados, vestido azul. Se presentó como Elena y su voz me alejó del momento. Pensé que solo era una vecina haciendo algún trámite, pero me planteó una conversación que duró horas, como si nos conociéramos de antes. Sobre las cuatro de la tarde me fui, porque mi papá no perdonaría mi ausencia después del trabajo. Le prometí que volveríamos a vernos.

Pasó una semana, Elena volvió, refrescó otro jueves y me convenció de irnos a Río Mangle, lejos del aquejamiento. Allí pasamos la tarde, me enseñó a nadar contra corriente y me mostró peces entre el agua oscura, buscando enamorarme de paisajes abandonados. Estábamos lejos, pero cumplió con dejarme en casa a tiempo, o bueno, en la esquina, porque juró ser discreta.

Se nos hizo rutina y dejé de contar los jueves. Ella siempre me llevaba al mismo caudal, tocábamos árboles huecos para hacerlos tambores y cantábamos con los pájaros sedientos de compañía. Elena se volvió mi maestra. Aprendí que las hojas crujían porque odiaban el silencio, el viento estaba encargado de poner todo en orden y el agua rugía para enaltecer la vida.

Un día, caminando con ella hacia la entrada al pueblo, un hombre se le acercó y le preguntó cuánto costaba la hora, ella no contestó. Yo quedé perplejo e impresionado, ¿cómo no me había cobrado por su labor? Ella me había enseñado tanto, quizás era profesora y yo aún no sabía, tremenda vocación. De todas formas, en mi mente deseé que ese pobre señor encontrara otros servicios. Así, caminamos en silencio hasta el barrio, me abrazó, se despidió y esa fue la última vez que la vi. Dicen que enfermó, otros hablan de que está en un lugar mejor, pero yo la sigo esperando todos los jueves, porque así lo juramos una vez.

Dentro de este mundo de cemento, yo me unté de fango, ahorqué varios zanquilargos por punzarme las costillas y bebí arroyos cargados de atardeceres, porque solo así, mi nombre hizo temblar la tierra. La extraño, por supuesto. Recuerdo que quienes se le acercaban siempre le decían “Elenita”, pero ella, cientos de veces, me pidió que la llamara “mamá”.

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