A mis 10 años, la correa de mi papá se volvió mi mejor amiga. Ella me recordaba lo pésimo estudiante que era y lo perezoso que me volví. Su cercanía me traía aprendizajes y adrenalina, porque el dolor ya no hacía parte del festín. Ella susurraba que quería hacerme un buen hombre y mi taita era el único que luchaba por mí, entonces siempre le creí.
Era jueves, calor de mediodía,
caribe colombiano. Salí del colegio con una citación para don Mauricio; le
tenían noticias sobre mi excelente rendimiento. Iba a romper ese papel, pero
algo me distrajo… una mirada me encontró y sentí que me estaba atravesando el
alma. Me tomó por la espalda: piel morena, rizos quebrados, vestido azul. Se
presentó como Elena y su voz me alejó del momento. Pensé que solo era una
vecina haciendo algún trámite, pero me planteó una conversación que duró horas,
como si nos conociéramos de antes. Sobre las cuatro de la tarde me fui, porque
mi papá no perdonaría mi ausencia después del trabajo. Le prometí que volveríamos
a vernos.
Pasó una semana, Elena volvió,
refrescó otro jueves y me convenció de irnos a Río Mangle, lejos del
aquejamiento. Allí pasamos la tarde, me enseñó a nadar contra corriente y me
mostró peces entre el agua oscura, buscando enamorarme de paisajes abandonados.
Estábamos lejos, pero cumplió con dejarme en casa a tiempo, o bueno, en la
esquina, porque juró ser discreta.
Se nos hizo rutina y dejé de
contar los jueves. Ella siempre me llevaba al mismo caudal, tocábamos árboles
huecos para hacerlos tambores y cantábamos con los pájaros sedientos de
compañía. Elena se volvió mi maestra. Aprendí que las hojas crujían porque odiaban
el silencio, el viento estaba encargado de poner todo en orden y el agua rugía
para enaltecer la vida.
Un día, caminando con ella hacia
la entrada al pueblo, un hombre se le acercó y le preguntó cuánto costaba la
hora, ella no contestó. Yo quedé perplejo e impresionado, ¿cómo no me había
cobrado por su labor? Ella me había enseñado tanto, quizás era profesora y yo
aún no sabía, tremenda vocación. De todas formas, en mi mente deseé que ese
pobre señor encontrara otros servicios. Así, caminamos en silencio hasta el
barrio, me abrazó, se despidió y esa fue la última vez que la vi. Dicen que
enfermó, otros hablan de que está en un lugar mejor, pero yo la sigo esperando
todos los jueves, porque así lo juramos una vez.
Dentro de este mundo de cemento,
yo me unté de fango, ahorqué varios zanquilargos por punzarme las costillas y
bebí arroyos cargados de atardeceres, porque solo así, mi nombre hizo temblar
la tierra. La extraño, por supuesto. Recuerdo que quienes se le acercaban
siempre le decían “Elenita”, pero ella, cientos de veces, me pidió que la
llamara “mamá”.
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