miércoles, 2 de julio de 2025

Directo a la costa de Juan Andrés Uribe Grajales

Al borde del mar suena un arpa de cuerdas desgastadas por la sal. Sus golpes enmarcan huellas en la arena. Siluetas con el pecho inflado desfilan hacia las olas. El mismo ritual, cada mañana.

Recoger conchas y caracolas: desperdicios del gran océano, de la barrera de coral que nos encierra en la isla.

Cuando nací, mi padre me entregó al mar. Me bañó en las olas y mis tiernos cabellos se empaparon de espuma. Nunca entendí por qué lo hizo.

Conforme fui creciendo, empecé a odiar la costa. Ver a la gente nadar, salir con la ropa destrozada, mientras el arpa marcaba sus pasos.

Me paré en el último piso del faro y observé la línea cruel entre mar y cielo. 

¿Qué hay más allá?  ¿Hay más que caracolas? 

Mi padre me ignoró. Y el viento me volvió a mandar directo a la costa. 

Frustrante y denigrante. En busca de sentido.

Cada domingo recogía caracolas, volvía a mi habitación en el faro y veía las tablas de madera, carcomidas por percebes que mi padre prefería ignorar. El tejado crujía extrañamente.

Investigué. Encontré en una ventana empolvada un bulto negro de plumas ensangrentadas. Su pico era duro como uña, y sus ojos, dos caviares que me buscaban desesperados. Me mostró lo que debían ser sus alas, invadidas por percebes.

Durante cuarenta días, religiosamente, se los arranqué con mi navaja hasta dejarlo limpio. Me miró, abrió sus alas y se triplicó en tamaño. Se levantó del suelo y, sin agradecerme, fue acariciado por el viento.

 

Le grité que me esperara. No me escuchó. 

Y el viento me volvió a mandar directo a la costa.

Frustrante y denigrante. En busca de sentido.

 

Pasé los próximos años intentando conseguir mis plumas. Preguntándome si algún día me quitaría esos percebes invisibles.

Mi padre se preocupó por mi obsesión y me llevó frente al arpa. Me hizo arrodillarme sobre piedras puntiagudas roídas por el musgo, me pidió que le hiciera preguntas. Yo sabía que nadie me iba a responder. No pregunté. 

Supliqué por pruebas. Por una lluvia que destruyera el viejo faro y llevara todas las caracolas al otro lado.

Me sentí sumiso. Mi familia insistió en que era un gran avance.

Empecé a ver más aves negras, como la que rescaté ese día, en todos lados. Invadían la playa. El pueblo se empezó a molestar. Yo estaba seguro de que venían por mí.

Me paré en el último piso del faro. Vi sus alas desplegarse. Me aseguré de hacer lo mismo. Ya me había quitado los percebes. No por una revelación eufórica, sino por una rendición. 

Me levanté del suelo y fui acariciado por el viento. Mientras caía, vi de nuevo el horizonte. Ya no me pareció tan cruel. Me aseguró que hay algo del otro lado. Quizás el gran océano, con los ojos y las alas adecuadas, no sea más que un río que espera a ser cruzado. 

No recuerdo si lloré o reí mientras la lluvia me humillaba. 

Lo que sé es que una caracola nunca me haría sentir así.

El viento me volvió a mandar directo a la costa. 

No me levanté en días. La espuma me llevó con mi padre.

Frustrante y denigrante. 

Pero con más sentido.

 


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