Al borde del mar suena un arpa de
cuerdas desgastadas por la sal. Sus golpes enmarcan huellas en la arena.
Siluetas con el pecho inflado desfilan hacia las olas. El mismo ritual, cada
mañana.
Recoger conchas y caracolas:
desperdicios del gran océano, de la barrera de coral que nos encierra en la
isla.
Cuando nací, mi padre me entregó
al mar. Me bañó en las olas y mis tiernos cabellos se empaparon de espuma.
Nunca entendí por qué lo hizo.
Conforme fui creciendo, empecé a
odiar la costa. Ver a la gente nadar, salir con la ropa destrozada, mientras el
arpa marcaba sus pasos.
Me paré en el último piso del
faro y observé la línea cruel entre mar y cielo.
¿Qué hay más allá? ¿Hay más
que caracolas?
Mi padre me ignoró. Y el viento
me volvió a mandar directo a la costa.
Frustrante y denigrante. En busca
de sentido.
Cada domingo recogía caracolas,
volvía a mi habitación en el faro y veía las tablas de madera, carcomidas por
percebes que mi padre prefería ignorar. El tejado crujía extrañamente.
Investigué. Encontré en una
ventana empolvada un bulto negro de plumas ensangrentadas. Su pico era duro
como uña, y sus ojos, dos caviares que me buscaban desesperados. Me mostró lo
que debían ser sus alas, invadidas por percebes.
Durante cuarenta días,
religiosamente, se los arranqué con mi navaja hasta dejarlo limpio. Me miró,
abrió sus alas y se triplicó en tamaño. Se levantó del suelo y, sin
agradecerme, fue acariciado por el viento.
Le grité que me esperara. No me
escuchó.
Y el viento me volvió a mandar
directo a la costa.
Frustrante y denigrante. En busca
de sentido.
Pasé los próximos años intentando
conseguir mis plumas. Preguntándome si algún día me quitaría esos percebes
invisibles.
Mi padre se preocupó por mi
obsesión y me llevó frente al arpa. Me hizo arrodillarme sobre piedras
puntiagudas roídas por el musgo, me pidió que le hiciera preguntas. Yo sabía
que nadie me iba a responder. No pregunté.
Supliqué por pruebas. Por una
lluvia que destruyera el viejo faro y llevara todas las caracolas al otro lado.
Me sentí sumiso. Mi familia
insistió en que era un gran avance.
Empecé a ver más aves negras,
como la que rescaté ese día, en todos lados. Invadían la playa. El pueblo se
empezó a molestar. Yo estaba seguro de que venían por mí.
Me paré en el último piso del
faro. Vi sus alas desplegarse. Me aseguré de hacer lo mismo. Ya me había
quitado los percebes. No por una revelación eufórica, sino por una
rendición.
Me levanté del suelo y fui
acariciado por el viento. Mientras caía, vi de nuevo el horizonte. Ya no me
pareció tan cruel. Me aseguró que hay algo del otro lado. Quizás el gran
océano, con los ojos y las alas adecuadas, no sea más que un río que espera a
ser cruzado.
No recuerdo si lloré o reí
mientras la lluvia me humillaba.
Lo que sé es que una caracola nunca me haría sentir así.
El viento me volvió a mandar directo a la costa.
No me levanté en días. La espuma me llevó con mi padre.
Frustrante y denigrante.
Pero con más sentido.
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