miércoles, 2 de julio de 2025

Construcción de Diego Armando Yepes Sánchez

 Cayó la noche y las ratas corrieron por entre sus pies. Así, siempre, por los últimos siete años. El sol clareó en el cielo de un verano agonizante. Pan con queso, juagadura de café y para el coche. Reía. En el día, todos los días, ese era el mejor momento, cuando hablaba con el primo.

Luego se pasó el día subiendo y bajando la construcción, alzando paredes, ladrillo con ladrillo, interminable, como en un sueño. Tantos pisos habían levantado, semana por semana. El sábado venía el pago, el guayabo del domingo y volvía a comenzar. 

Cayó la noche y las ratas seguían ahí. Esta vez un olor a pasto lo invadió. Olor a los potreros del pueblo, cuando más joven cogía café y hacía el amor. Recordó esos primeros besos de adolescencia, llenos de potencia. Recordó la adolescencia con plenitud, llena de promesas. Cargado de promesas fue por lo que viajó a Estados Unidos en un primer momento. Progresar, ser alguien.

Siete años. Un avión, una compañera caleña, un embarazo, un vínculo roto. En siete años eso era todo lo que había construido. Y el olor a pasto ahí, llamándolo. Llegó el sábado, había hablado con la mamá de la niña para que la dejara salir con él. Quería invitarla a un heladito y así soportar otro día más de verano. En su pueblo llovía y la tierra mojada hacía más fuerte ese olor para él. 

Ella le dijo que habían salido con su nueva pareja, o algo así. Un padrastro para su hija. Como si no tuviera papá. ¿Quién era él entonces? La plata del frío helado se fue en las cálidas piernas de la cubana. Otra quincena que se pierde en las maquinaciones del sexo, despiste para el sufrimiento. 

El lunes, veinte pisos sobre el nivel del suelo, el cemento y las lágrimas se le mezclaban en la cara al tiempo que evitaba la mirada del primo. Sacó el parlante y colocó la salsa de siempre, esa que espera la suerte. Embriagado, caminó ese martes mirando el acantilado y el olor a potrero parecía venir desde lo más profundo de la caída. El miércoles ella lo llamó para decirle que se iban de la ciudad; se llevaría lejos a la niña, con su nuevo papá. El jueves la cubana no quiso fiar su amor. El viernes, después de hablar con su mamá, terminó en la iglesia sentado, sin poder encontrar a Dios. El sábado, por fin se lanzó. El alcohol le hizo pensar que flotaba en el aire, pero solo entorpecía el tráfico. 

Su mamá lloraba, el papá estaba sorprendido y yo no sabía qué decir. El cuerpo, frente a nosotros. Sonreía. El coco de café amarrado al abdomen. Su vida en USA había terminado. Aunque se dolía por la niña, su futuro todavía estaba en construcción y se verían otra vez. 

El olor del pasto invadió sus fosas al tiempo que los granos rojos caían bajo su mano hábil. Siete años allende al mar, pero aún diestro para las faenas del campo. En su surco apareció Marina, admirada por la velocidad de su mano, la descomunal estatura y el magnetismo de su estado.

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