La pequeña Camila esperó a que su casa estuviera vacía para salir. No se lo permitían desde que la fiera desapareció a su hermano mayor.
Ajustó la puerta sin terminar de
cerrarla, no quería quedarse afuera al volver. Caminó por la vereda haciendo
equilibrio sobre el bordillo, rumbo al monte que le prohibieron acercarse
cuando aún podía salir a jugar.
Durante los primeros ataques del
monstruo, la escondían en el armario de sus padres para que no la encontrara.
Lo único que conocía de la bestia era el rugir de su arremetida y los gritos de
sus víctimas. Nunca le gustó ese armario, le parecía demasiado oscuro. Por eso
se quedaba mirando el pasillo a través de la rendija que dejaba la puerta del
closet y el suelo.
Hubo un día en que la fiera se
levantó hambrienta. Recorrió el pueblo buscando algo para devorar, dejando a su
paso los cadáveres de los hombres que se interponían, llenos de agujeros por
sus filosos dientes. La semana siguiente, Camila entendió que la bestia se
alimentaba de niños, porque su mejor amigo nunca volvió a la escuela.
La niña continuó su recorrido con
miedo, manteniéndose alerta al pasar frente a las casas del camino para no ser
reconocida. No solo quería evitar el regaño de sus padres, sino también que los
vecinos se asustaran al ver un fantasma. Se lo había dicho su mamá la noche en
que la bestia se llevó a su hermano:
“A partir de hoy estás muerta
para este mundo. Te queda prohibido abrir la puerta”.
Había iniciado su viaje para
negociar con el monstruo y que así dejara de atemorizar a la gente. Le tenían
tanto miedo que nunca intentaron hablar con él para detenerlo. Tal vez ella
podría ofrecerle algunos de los dulces que llevaba en el bolsillo, para que no
tuviera que seguir llevándose a sus amigos.
Camila supo que el monstruo podía
hablar por una de las veces que estaba escondida en el armario. La fiera golpeó
con fuerza la puerta de la casa y, con una voz imponente, exigió que le
entregaran al ladrón. Su padre trató de resistirse, pero fue inútil. El
monstruo cruzó el pasillo, justo frente a los ojos de Camila, aunque ella solo
alcanzó a verle los pies. Quedó paralizada. Eran como los de un ciempiés: tres
pares, uno tras otro, todos calzados con botas negras. El monstruo entró en la
habitación de su hermano y lo sacó de la casa entre gritos. Ni siquiera pudo
despedirse de él.
La larga caminata llegó a su fin,
frente al monte donde la fiera tenía su madriguera. Camila temblaba, más de
miedo que de frío. A su alrededor, una niebla espesa lo cubría todo. Se tragó
el temor y se adentró en lo oscuro de los árboles, esquivando la maleza, con la
mirada fija en el suelo para no dar un paso en falso. Entonces vio las botas
negras del monstruo.
Lo único que se encontró de
Camila fueron sus zapatos, colgados de una rama.
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