Fue en los viejos tiempos, muy
arriba en la montaña, allá donde el aroma del fresco verdor se confunde con
humo de leña, en una de aquellas viviendas campesinas, una madre y su montonera
de hijos a lo sumo, con un año de diferencia entre uno y otro, cinco hombres y
cinco mujeres, trascurrían su día entre la extenuación y el alborozo.
Era un día especial, puesto que
solo en algunas ocasiones se incluía en la comida el huevo, porque, aunque
hambre no se pasaba, y coloridas legumbres siempre abundaban en la cocina, el
huevito era lo que más les gustaba comer a los niños, posiblemente por la
preparación de la madre al hacerlos “tibios”, eso sí que lo consideraban un
deleite.
Se encontraban sentados en la
estera de la sala, cada uno con su propia cacerola llena con frijoles, arroz y
el huevo, con un pequeño agujero en la cáscara listo para ser engullido. Fue
entonces cuando el esperado acontecimiento se vio turbado por un estruendo proveniente
del cielo, algo nunca antes escuchado, que surcaba por encima de la casa. Las
pequeñas ventanas no desembrollaban la evidente inquietud de los niños, y entre
respiraciones agitadas y pasos temblorosos, salieron de la casa en una
improvisada fila india liderada por los hermanos mayores.
Cruzaron la pequeña colina hasta
llegar al plano, aquel que se utilizaba para jugar a la pelota o a la “lleva”.
Desde allí veían la casa de unos primos con los que compartían, jugaban y
rivalizaban sobre quien tenía más habilidades en los diferentes juegos. Pero
esta vez la atención no estaba en ellos, pues el estrépito provenía de un ser
que jamás habían visto.
“Es un tiburón”, dijo alguno de
ellos.
“Los tiburones no vuelan”, le
respondieron los demás.
“Pero tiene aletas y cola de
tiburón” “Y un gran ventilador”. Replicó.
Los ojos estáticos de los niños
vieron cómo aquel ser se postraba a unos pocos metros, levantando el polvo de
las zonas peladas de la tierra, y, sin embargo, a pesar de lo terrorífico que
era todo aquello, algunos vecinos se acercaron a él, parecían no temerle.
Incluso sus primos, que también habían salido de la casa, corrieron un poco más
cerca de este ser, lo que significaba que ellos también tendrían que hacerlo.
No fuese más la fortuna, que en
medio de aquel bullicio, la voz amenazadora de la madre furiosa, quizá por el
miedo que le producía algo que tampoco había visto, les ordenaba, sin
oportunidad a negociación, a volver inmediatamente a la casa, y ¡ay de aquel
que osara desobedecer!
Se hizo largo el corto trayecto a
casa, la sensación de derrota al no poder acercarse a ese animal volador y más
que con toda seguridad sus primos si lo habrían hecho. Ahora el silencio
prevalecía en el ambiente, a regañadientes volvieron a sus lugares y fue allí
donde dio lugar la expresión del más grande asombro al encontrar sus platos
vacíos. ¡El esperado manjar ya no estaba! Y solo asistía la presencia del más
pequeño, Olmedo, quien con sonrisa pícara y su protuberante barriga nunca se
interesó por el mundo exterior.
Qué hermosa historia, llena de asombro e inocencia.
ResponderEliminarHoy en día, gracias a la tecnología, podemos saber que son muchas cosas...
pero hace unos años, un avión era simplemente un pájaro gigante cruzando el cielo.
Me encantó la forma en que describiste el ambiente,
y ese final... simplemente perfecto.