miércoles, 2 de julio de 2025

Huevos tibios de David Alejandro Palacio Galeano

 

Fue en los viejos tiempos, muy arriba en la montaña, allá donde el aroma del fresco verdor se confunde con humo de leña, en una de aquellas viviendas campesinas, una madre y su montonera de hijos a lo sumo, con un año de diferencia entre uno y otro, cinco hombres y cinco mujeres, trascurrían su día entre la extenuación y el alborozo.

Era un día especial, puesto que solo en algunas ocasiones se incluía en la comida el huevo, porque, aunque hambre no se pasaba, y coloridas legumbres siempre abundaban en la cocina, el huevito era lo que más les gustaba comer a los niños, posiblemente por la preparación de la madre al hacerlos “tibios”, eso sí que lo consideraban un deleite.

Se encontraban sentados en la estera de la sala, cada uno con su propia cacerola llena con frijoles, arroz y el huevo, con un pequeño agujero en la cáscara listo para ser engullido. Fue entonces cuando el esperado acontecimiento se vio turbado por un estruendo proveniente del cielo, algo nunca antes escuchado, que surcaba por encima de la casa. Las pequeñas ventanas no desembrollaban la evidente inquietud de los niños, y entre respiraciones agitadas y pasos temblorosos, salieron de la casa en una improvisada fila india liderada por los hermanos mayores.

Cruzaron la pequeña colina hasta llegar al plano, aquel que se utilizaba para jugar a la pelota o a la “lleva”. Desde allí veían la casa de unos primos con los que compartían, jugaban y rivalizaban sobre quien tenía más habilidades en los diferentes juegos. Pero esta vez la atención no estaba en ellos, pues el estrépito provenía de un ser que jamás habían visto.

“Es un tiburón”, dijo alguno de ellos.

“Los tiburones no vuelan”, le respondieron los demás.

“Pero tiene aletas y cola de tiburón” “Y un gran ventilador”. Replicó.

Los ojos estáticos de los niños vieron cómo aquel ser se postraba a unos pocos metros, levantando el polvo de las zonas peladas de la tierra, y, sin embargo, a pesar de lo terrorífico que era todo aquello, algunos vecinos se acercaron a él, parecían no temerle. Incluso sus primos, que también habían salido de la casa, corrieron un poco más cerca de este ser, lo que significaba que ellos también tendrían que hacerlo.

No fuese más la fortuna, que en medio de aquel bullicio, la voz amenazadora de la madre furiosa, quizá por el miedo que le producía algo que tampoco había visto, les ordenaba, sin oportunidad a negociación, a volver inmediatamente a la casa, y ¡ay de aquel que osara desobedecer!

Se hizo largo el corto trayecto a casa, la sensación de derrota al no poder acercarse a ese animal volador y más que con toda seguridad sus primos si lo habrían hecho. Ahora el silencio prevalecía en el ambiente, a regañadientes volvieron a sus lugares y fue allí donde dio lugar la expresión del más grande asombro al encontrar sus platos vacíos. ¡El esperado manjar ya no estaba! Y solo asistía la presencia del más pequeño, Olmedo, quien con sonrisa pícara y su protuberante barriga nunca se interesó por el mundo exterior.

1 comentario:

  1. Qué hermosa historia, llena de asombro e inocencia.
    Hoy en día, gracias a la tecnología, podemos saber que son muchas cosas...
    pero hace unos años, un avión era simplemente un pájaro gigante cruzando el cielo.
    Me encantó la forma en que describiste el ambiente,
    y ese final... simplemente perfecto.

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