Cuando levanto la mirada al
cielo, no consigo evitar el sentimiento de abandono que me embarga. Y pienso:
No es mi cielo bajo el que ahora camino, no es el sol que iluminó mis días en
aquel lugar de ensueño donde se quedó mi infancia. El lugar que visito al
dormir, donde están a quienes amo. A pesar de que el recuerdo se ha desdibujado
por los años, la añoranza no desaparece: En mi memoria habita el olor de la
comida de mamá…
Ese día preparaba frijoles, su
especialidad. Al escuchar su llamado, acudimos todos a su encuentro, motivados
por el olor de la comida y la calidez de su voz.
El viento se colaba por las
ventanas, apenas perceptible por el rumor de las cortinas. El sol intenso de la
tarde iluminaba la estancia desde el patio, donde hasta hacía unos instantes
jugábamos con las gallinas. “Ven aquí, abre la boca” dijo mamá a la bebé en su
regazo, una criatura de meses, digna hija de mi padre. Como todos los demás.
Eso era al menos lo que mamá decía de nosotros; “Ustedes son como él, sus ojos,
su voz y su sonrisa. A mí me han negado”. Yo no le creía. Yo no tendría sus
facciones, pero tenía su nombre.
“María” -me llamó mamá- “ve con
tu papá” y puso en mis manos la comida empacada, aún caliente, que solía enviarle
cuándo sabía que demoraría en regresar. Salí de casa y atravesé el arroyo que
nos separaba del pueblo, por cuyo empedrado solía correr de la mano de papá. Él
no estaba cuando llegué a la comisaría, por lo cual dejé el paquete y emprendí
el retorno. Apenas recuerdo cómo transcurrieron esos momentos finales de
alegría.
En mi mente están grabadas, en
cambio, las palabras del sargento: “El inspector ha muerto”, con las que
desapareció todo rastro de la jovialidad que mamá conservaba. Y comprendí que
era una mujer azotada por las tragedias: No sólo la naturaleza, con sus voraces
ríos, había reclamado la vida de sus dos primeras hijas. Ahora, la mano del
hombre le había arrebatado a su marido.
Dejamos el pueblo, viajamos por
el valle, entre bosques y quebradas, cuyas vistas no me ofrecían consuelo.
Atrás quedaron la infancia y las montañas de mi tierra. Poco a poco se
desmembró nuestra familia, hasta que llegamos a la ciudad y empezamos otra vez.
Mientras mamá salía cada mañana a trabajar, yo quedaba a cargo del hogar y
apenas pensaba en mi futuro. De alguna forma, mamá supo las ideas que cruzaban
por mi mente.
“Debés estudiar, María. Se te
abrirán las puertas que yo ni siquiera tuve frente a mí”, dijo una noche, a
media voz. Sus ojos brillaron un instante, revitalizados. Mamá no era una mujer
de sueños, ella tenía metas claras y perseveraba. Varios años después de
pronunciar esa frase, mamá pudo enviarme a este lugar, la Universidad, con la
esperanza de que yo encuentre las oportunidades para seguir adelante.
Tal vez este recuerdo no solo pertenezca a "María". Podría ser ficción o la crónica de la realidad de algún individuo, quien halló en la universidad lo que en el pasado le fue arrebatado.
ResponderEliminarEspero que ganes. Éxitos
Tu cuento me hace pensar en aquellas personas que vivieron los tiempos difíciles de los campos de nuestro país...y cómo el estudio puede convertirse en una oportunidad maravillosa para salir adelante.
ResponderEliminarUna historia con muchas incógnitas, pero que muchos estudiantes, y en general personas del común que han migrado por situaciones del país podrían identificarse, a veces tomamos decisiones fuertes después de una perdida. Es chévere y sutil cómo haces referencia a la violencia y la esperanza, como motor de nuestros sueños.
ResponderEliminarUn bella historia que retrata la experiencia de muchos, en este amado país dónde dolorosamente, siempre hay un atisbo de esperanza!
ResponderEliminarUna historia muy cercana a la realidad de muchas personas ; con un final esperanzador, que refleja la lucha de las madres por ver en sus hijos oportunidades que ellas no tuvieron.
ResponderEliminarMuy linda historia !