Agosto de 1945, Medellín.
Aún recuerdo aquel día: el aire
estaba extrañamente seco. Hacía ya tiempo que no caía una sola gota de agua del
cielo; las nubes eran ahora una especie de extraño recuerdo onírico, algo de lo
que no se tenía certeza de si fue real. Los humanos continuaban con su
ajetreado —y cada vez más ruidoso— vivir, gracias a las máquinas que, día a
día, se hacían más comunes. Algunos decían que ya llovería; otros decían que no
importaba, que podrían traer agua con tuberías. Poco a poco los arroyos
adelgazaban su caudal debido al calor, incluso el antaño majestuoso río Aburrá,
ahora muerto y confinado a una prisión de cemento, veía sus aguas mermadas.
Vi muchos árboles muertos esa
vez, marchitos bajo el abrasador calor de aquella infernal ola. Sin embargo, un
árbol en el parque resistió. Lo llamaban “el Viejo”, era un roble enorme que
había estado allí desde antes del parque, incluso antes que la ciudad misma.
Tenía marcas en su tronco, huellas de las veces que las personas intentaron —en
vano— derribarlo, ahora estas marcas sólo recordaban sierras melladas y hachas
sin filo que apenas lograron penetrar escasos milímetros en su corteza.
Ese verano el suelo del parque se
resquebrajaba cada vez más con el paso de las semanas. La tierra seca se volvía
polvo con el toque más leve, hasta que sucedió lo impensable. El cemento de las
aceras se rajó y rompió, y la tierra bajo estas se alzó violentamente, algunos
pensaron que era un temblor; otros corrieron en pánico. Pero no era la tierra
la culpable. Era el Viejo, sus raíces salían del suelo como si las arrancara un
gigante.
—¡Se cae, se cae! — gritaron
algunos, no podían estar más equivocados.
Aquel enorme árbol se inclinó,
pero no para caer. Sus raíces emergieron del suelo como tentáculos y juntos
levantaron el pesado tronco sobre el aire. El asfalto se rompía bajo el peso de
aquel ente andante imposible, mientras a la distancia se veían otros árboles
levantarse del suelo. Los antiguos hijos del monte marcharon juntos hacia el
corazón del valle.
Más de la mitad de la ciudad quedó
en ruinas, centenares de personas muertas y heridas hasta que por fin se
detuvieron. Una vez llegaron al río se enterraron de nuevo y nunca nadie les
volvió a ver andar.
Con el tiempo, la gente olvidó
aquel día. Pero el suelo bajo nuestros pies aún guarda las marcas de la vez que
los árboles bajaron de las montañas.
Un cuento poderoso que mezcla lo mítico con la crítica ambiental, donde la rebelión de los árboles simboliza la memoria viva de la naturaleza frente al olvido y la destrucción humana.
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