miércoles, 2 de julio de 2025

Los árboles errantes del Valle de Aburrá de Luis Miguel Carvajal Barrera

Agosto de 1945, Medellín.                       

Aún recuerdo aquel día: el aire estaba extrañamente seco. Hacía ya tiempo que no caía una sola gota de agua del cielo; las nubes eran ahora una especie de extraño recuerdo onírico, algo de lo que no se tenía certeza de si fue real. Los humanos continuaban con su ajetreado —y cada vez más ruidoso— vivir, gracias a las máquinas que, día a día, se hacían más comunes. Algunos decían que ya llovería; otros decían que no importaba, que podrían traer agua con tuberías. Poco a poco los arroyos adelgazaban su caudal debido al calor, incluso el antaño majestuoso río Aburrá, ahora muerto y confinado a una prisión de cemento, veía sus aguas mermadas.

Vi muchos árboles muertos esa vez, marchitos bajo el abrasador calor de aquella infernal ola. Sin embargo, un árbol en el parque resistió. Lo llamaban “el Viejo”, era un roble enorme que había estado allí desde antes del parque, incluso antes que la ciudad misma. Tenía marcas en su tronco, huellas de las veces que las personas intentaron —en vano— derribarlo, ahora estas marcas sólo recordaban sierras melladas y hachas sin filo que apenas lograron penetrar escasos milímetros en su corteza.

Ese verano el suelo del parque se resquebrajaba cada vez más con el paso de las semanas. La tierra seca se volvía polvo con el toque más leve, hasta que sucedió lo impensable. El cemento de las aceras se rajó y rompió, y la tierra bajo estas se alzó violentamente, algunos pensaron que era un temblor; otros corrieron en pánico. Pero no era la tierra la culpable. Era el Viejo, sus raíces salían del suelo como si las arrancara un gigante.

—¡Se cae, se cae! — gritaron algunos, no podían estar más equivocados. 

Aquel enorme árbol se inclinó, pero no para caer. Sus raíces emergieron del suelo como tentáculos y juntos levantaron el pesado tronco sobre el aire. El asfalto se rompía bajo el peso de aquel ente andante imposible, mientras a la distancia se veían otros árboles levantarse del suelo. Los antiguos hijos del monte marcharon juntos hacia el corazón del valle. 

Más de la mitad de la ciudad quedó en ruinas, centenares de personas muertas y heridas hasta que por fin se detuvieron. Una vez llegaron al río se enterraron de nuevo y nunca nadie les volvió a ver andar. 

Con el tiempo, la gente olvidó aquel día. Pero el suelo bajo nuestros pies aún guarda las marcas de la vez que los árboles bajaron de las montañas.

 

1 comentario:

  1. Un cuento poderoso que mezcla lo mítico con la crítica ambiental, donde la rebelión de los árboles simboliza la memoria viva de la naturaleza frente al olvido y la destrucción humana.

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