miércoles, 2 de julio de 2025

De capa negra de Pedro Agudelo Rendón


Arriba, en la montaña, un viento frío y seco golpea los árboles. Él desciende con el sabor del aire en su boca, apesadumbrado. Sus orejas se estiran como si quisieran escuchar el sonido inaudible que despierta en la distancia, mientras que sus ojos vidriosos se esfuerzan por descubrir las formas de la noche. –Todo está perdido, piensa. –Todo está perdido, se repite. Había salido agazapado con la tristeza rebosando en su corazón frágil. Tuvo que esperar a que cayera la noche para escapar, mientras soportaba el fragor de las brasas ardientes. La negrura de la tragedia se hizo noche, una muy espesa y llena de un vaho agrio con sabor a ceniza. Nada quedaba en pie, excepto los árboles renegridos que, como mártires, sostenían la holgura de sus formas mientras las últimas bocanadas de humo ascendían en medio de las tinieblas que forma el temor cuando todos sienten miedo. Él estuvo perdido, solo, sin saber qué rumbo tomar. Se dejó arrastrar por las bocanadas de aire que se elevaban, dando tumbos. Terminó al pie de una quebrada que lo abrigó con su tibieza, mientras el cielo era inundado por la ceniza gris. Así empezó a anochecer. Él sabía que esa noche no sería negra, como las noches negras que él tanto ama. Esa noche sería gris, de un tono intermedio. Un color que parece trazar las formas tristes de la tristeza. Cerró sus ojos. Cobijó su cuerpo con el patagio. Movió sus orejas hacia adentro, como si no quisiera escuchar. Apenas habían pasado dos horas cuando sintió una punzada de frío en sus codos. Entonces sus perlas de petróleo despertaron y vieron en la distancia el murmullo de la desolación. Decidió levantarse y alzar vuelo. Fue cuando empezó a descender de la alta montaña. Fue cuando empezó rondar la penumbra de la calle, vestida por unas lámparas que arrojan fogonazos de luz como arcabuces incendiarios. Allí se instaló, en la copa de un árbol frondoso: había encontrado su nuevo hogar. Saldría en la noche y sería invisible en el día. Sería discreto. Volaría a mediana altura para no perturbar a nadie. Tampoco quería estrellarse con esas máquinas metálicas que pasaban por el corredor donde se alza su nueva guarida. 

Cuando se suspendió de la rama para probar su resistencia, se podía ver un pequeño colmillo brillar en medio de la negrura de la noche. Era su gesto de alegría por encontrar un refugio. Pero él todavía sentía en su pecho el calor de los árboles carbonizados. Sentía que su cuerpo ardía. Fue entonces cuando notó las heridas en su cola y en sus dedos. –Aquí me recuperaré, pensó. 

Vio en la distancia pequeñas chispas de fuego. Sintió miedo, pero supo que ahora estaría a salvo. Entonces batió sus alas mientras la vida nocturna de la ciudad abría sus ojos.

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