Arriba, en la montaña, un viento
frío y seco golpea los árboles. Él desciende con el sabor del aire en su boca,
apesadumbrado. Sus orejas se estiran como si quisieran escuchar el sonido
inaudible que despierta en la distancia, mientras que sus ojos vidriosos se
esfuerzan por descubrir las formas de la noche. –Todo está perdido, piensa.
–Todo está perdido, se repite. Había salido agazapado con la tristeza rebosando
en su corazón frágil. Tuvo que esperar a que cayera la noche para escapar,
mientras soportaba el fragor de las brasas ardientes. La negrura de la tragedia
se hizo noche, una muy espesa y llena de un vaho agrio con sabor a ceniza. Nada
quedaba en pie, excepto los árboles renegridos que, como mártires, sostenían la
holgura de sus formas mientras las últimas bocanadas de humo ascendían en medio
de las tinieblas que forma el temor cuando todos sienten miedo. Él estuvo
perdido, solo, sin saber qué rumbo tomar. Se dejó arrastrar por las bocanadas
de aire que se elevaban, dando tumbos. Terminó al pie de una quebrada que lo
abrigó con su tibieza, mientras el cielo era inundado por la ceniza gris. Así
empezó a anochecer. Él sabía que esa noche no sería negra, como las noches
negras que él tanto ama. Esa noche sería gris, de un tono intermedio. Un color
que parece trazar las formas tristes de la tristeza. Cerró sus ojos. Cobijó su
cuerpo con el patagio. Movió sus orejas hacia adentro, como si no quisiera
escuchar. Apenas habían pasado dos horas cuando sintió una punzada de frío en
sus codos. Entonces sus perlas de petróleo despertaron y vieron en la distancia
el murmullo de la desolación. Decidió levantarse y alzar vuelo. Fue cuando
empezó a descender de la alta montaña. Fue cuando empezó rondar la penumbra de
la calle, vestida por unas lámparas que arrojan fogonazos de luz como arcabuces
incendiarios. Allí se instaló, en la copa de un árbol frondoso: había
encontrado su nuevo hogar. Saldría en la noche y sería invisible en el día.
Sería discreto. Volaría a mediana altura para no perturbar a nadie. Tampoco
quería estrellarse con esas máquinas metálicas que pasaban por el corredor
donde se alza su nueva guarida.
Cuando se suspendió de la rama para probar su resistencia, se podía ver un pequeño colmillo brillar en medio de la negrura de la noche. Era su gesto de alegría por encontrar un refugio. Pero él todavía sentía en su pecho el calor de los árboles carbonizados. Sentía que su cuerpo ardía. Fue entonces cuando notó las heridas en su cola y en sus dedos. –Aquí me recuperaré, pensó.
Vio en la distancia pequeñas chispas de fuego. Sintió miedo, pero supo que ahora estaría a salvo. Entonces batió sus alas mientras la vida nocturna de la ciudad abría sus ojos.
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